¡Oh, el mundo gira!

 

 

Número 116
26-12-99
El hambre
Podrá parecer una nueva vuelta de tuerca innecesaria, una redundancia sobre todo lo ya dicho, un volver a lo mismo, el hambre, el hambre. Un tema ya tan manido, más aún en estas fechas navideñas, en estos días en los que los corazones de todos se hacen un poquito más grandes. El hambre, ese mal endémico, esa lacra, ese huracán inconcebible que hace estragos. El hambre, quién con conciencia puede llevar esa pesada losa sobre los hombros, esa cruz, sin leerse en todos los espejos escrita sobre la frente la palabra culpa. Quién de buena voluntad, quién miembro de oenegés, quién cristiano convencido. Cualquiera comprometido, cualquiera con ideología, colectivos enteros dedicados a la justicia social, casas de juventud, marcas de tabaco, grandes almacenes, clubs de fútbol, empresas de alquiler de automóviles, tiendas de disfraces, atarazanas, aeródromos, gigantes y cabezudos. El hambre como corolario de todas las demás iniquidades arrastradas por la evolución del primate. Facturas sin pagar, venas rellenas de sangre fresca como los nardos y las rosas, estómagos sin embargo, estómagos no obstante, estómagos a duras penas. Hambre, necesidad imperiosa de ingerir alimentos, porque si faltan, como faltan las grandes construcciones civiles en los pueblos deshabitados, como faltan las inteligencias en los foros cívicos, en las reuniones de próceres, en las bambalinas y en los proscenios, en los ascensores de las multinacionales, porque si faltan los alimentos, el estómago hace runrún y una especie de vacío en la garganta atenaza y obliga a gritar al mundo: ya son las tres y cuarto y aún no está hecha la comida, y desde el desayuno no he comido nada, y tengo hambre, apetito, gazuza, y ni siquiera un aperitivito, unos berberechos, ¡algo!

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