¡Oh, el mundo gira!

 


DISCURS.O.S. por Melguencio Melchavas
Número 144

29-4-2000

Los raros, la familia y la afinidad intelectual

En las familias suelen aparecer miembros que, sin llegar a renegar de su condición de integrantes, sí se mantienen al margen de las actividades comunes, y sobre todo, de las actividades afectivas. Nos referimos a quienes no sienten lazo sentimental alguno con sus parientes, que según las normas sociales deberían conformar su “clan de emociones”. Estos elementos aislados, en muchos casos acaban aceptando su derrota, integrándose en el seno de un grupo de personas con las que no comparten ni gustos, ni creencias, ni formas de encarar el absurdo de los trabajos y los días. Pero las gentes que resisten la corriente adversa, y consiguen permanecer en el terreno de la lógica, tienen razones evidentes para mantenerse en sus trece: son distintos. Estas personas, denominados popularmente “ovejas negras” o simplemente “raros”, reniegan de las costumbres sociales impuestas a machamartillo; por ejemplo, evitan acudir a los entierros de quienes nunca han querido, porque un sepelio es una ceremonia que demuestra la plena actualidad del Neolítico, y los individuos objeto de este estudio no tienen por costumbre creer en extravagantes vidas incorpóreas ni ritos que las apuntalen. En su escala de valores aparecen conceptos como afinidad intelectual, que no es sino la misma argamasa que une al resto de miembros del linaje, cuando comentan estereotipos culturales como encuentros futbolísticos o programas de entretenimiento en televisión. Pero en su caso, la afinidad se concentra en el sentido crítico, los ideales sociales o la alegría del encuentro entre el ser humano y la creación artística. En otros tiempos, estos integrantes de la sociedad provocaban eso que entonces se llamaba “progreso”. Hoy, asumidos por la mayoría gracias a la concienzuda labor de los que deciden qué hay que pensar, son sólo un minúsculo conjunto de individuos que no aparecen en las estadísticas, que no causan conflictos reseñables y cuyos lazos afectivos, organizativos y de relación no pasan de unas pocas personas afines a su alrededor. Por eso, su único choque con la masa se produce en el seno de la imposición primigenia, la familia. Microrrevoluciones que van horadando su capacidad de resistencia. Pseudorrebeldías que no sirven más que para acrecentar el individualismo y aniquilar la ajada semilla de la ilusión. Porque la inmoralidad no es matar al padre, sino dar razones al hijo para que lo haga. Y la familia no es más que el reflejo de las estructuras sociales superiores, que no cesan de darnos razones a los hijos pródigos para que deseemos que reviente la “generalización de la hipocresía”, que ya sólo denuncian los poetas octogenarios y los locos de atar.

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