PRAGA TRÁGICA

Por Antonio Tausiet

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En la capital de la República Checa existe una pensión regentada por monjas llamada Unitas (www.unitas.cz). En realidad son las antiguas celdas de una cárcel de la policía secreta donde estuvo preso el dramaturgo Vaclav Havel, luego presidente del país.

 

Depositaria de antiguas leyendas como el Golem y perfecto decorado para el interminable disfrute del arte, Praga ofrece su cara abrumadora de cultura, historia y humanismo ocultando su cruz de mafias, censuras y vasallaje.

 

Más de una década después del fin del estado comunista, la ciudad más hermosa de Europa muestra una faz renovada, brillante de dorados tejados, limpia de calles sin residuos, vacía de mendigos, de titiriteros, de marionetistas, de músicos, de seres humanos. En su lugar, cientos de miles de turistas de todas las latitudes. Rebaños de escudriñadores que se quedan en la epidermis recién lavada de una urbe que parece haber recogido lo mejor de la Historia Universal para mostrárselo indiferente a los enemigos del progreso.

 

Cicatrices antiguas que duelen aún y heridas frescas de pronóstico grave sólo se ven si se descorren los velos de los integrismos: desde 1990 la estatua ecuestre más grande del mundo, que preside el mausoleo de los líderes comunistas momificados, ya no tiene sentido. Ninguna señal indica el camino, una cuidada calzada que sube la colina. El caballero es Jan Zizka, husita tuerto seguidor de Jan Hus, iconos ambos de la lucha social y la redención del pueblo checo.

 

Otro fantasma del pasado reciente, la colosal estatua de Stalin en el parque Letna, a la orilla del Moldava, desapareció en 1956. Un enorme metrónomo marca en su lugar el compás del inexorable paso del tiempo, cadencioso, quizás más denso, más aplomado que la realidad, tan empeñada en pisar el acelerador...

 

«En febrero de 1948 el dirigente comunista Klement Gottwald se asomó al balcón de un edificio barroco de Praga para hablar a los centenares de ciudadanos que llenaban la plaza de la Ciudad Vieja. Fue un momento histórico para Bohemia. Un momento fatídico de los que sólo suceden uno o dos en un milenio.

Gottwald estaba rodeado por sus compañeros y precisamente al lado de él estaba Clementis. Nevaba, hacia frío y Gottwald llevaba la cabeza descubierta. Clementis, atento, se quitó su gorro de piel y se lo puso en la cabeza a Gottwald.

La sección de propaganda difundió centenares de miles de copias de la fotografía del balcón desde el que Gottwald, con el gorro de piel en la cabeza y sus compañeros al lado, hablaba al pueblo. En ese balcón empezó la historia de la Checoslovaquia comunista. Todos los niños pudieron ver aquella fotografía en los manifiestos, en los libros del colegio y en los museos.

Cuatro años después Clementis fue acusado de traición y ahorcado. La sección de propaganda lo eliminó inmediatamente de la historia y, naturalmente, también de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald en ese balcón está sólo. Donde entonces estaba Clementis ahora sólo se ve el muro vacío del edificio. De Clementis sólo quedó el gorro sobre la cabeza de Gottwald. (...) Los hombres gritan que quieren crear un futuro mejor, pero no es verdad. El futuro es sólo un vacío indiferente que no interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos irrita, nos provoca, nos ofende y, por eso, queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado. Se pelean por entrar en el laboratorio donde se retocan las fotografías, donde se reescriben las biografías y la historia»

 

Milan Kundera, El libro de la risa y del olvido.

 

Pero en la Praga democrática las sinfonías que sonaban en los taxis o las librerías a cada paso (que ofrecían los libros permitidos), son sustituidas por las macrodiscotecas flanqueadas por jóvenes rapados que cachean con palos electrónicos. Al mismo tiempo que cientos de veraneantes se agolpan ante el reloj de la torre del ayuntamiento de la Ciudad Vieja para ver cómo desfilan los doce apóstoles de Cristo, un ejército de musculistas forrados de negro y con el pelo al cero, guardan los antros donde se lava el dinero procedente de las actividades mafiosas. Las redes organizadas, casi siempre extranjeras, casi siempre de los países más pobres de la antigua URSS, escupen de vez en cuando algún muerto a los baldosines relucientes. Delante del teatro donde Mozart estrenó Don Giovanni, un gitano gordo llora por teléfono móvil el cadáver aún sin cubrir de su hermano, mientras los omnipresentes policías acordonan la zona en silencio.

 

En la actual Praga los cubos de la basura ya no son de hojalata para que un improvisado compositor los haga sonar con el estruendo ilusionante de las transiciones. El plástico verde que ahora guarda los detritus acompaña en color y contenido a los militares que guardan celosos la embajada de los Estados Unidos. Ningún vehículo puede pasar por su calle sin ser detenido en un delirante y continuo control de sirenas, sometimiento y en suma, rendición de la antigua capital del Imperio Austrohúngaro.

 

Esta sufrida ciudad que mantiene intacto su casco histórico a pesar de las guerras, recuerda en la inscripción funeraria más larga del mundo los nombres de los 77.297 judíos asesinados por los nazis. En su barrio hebreo flotan las sombras de quienes con su muerte contribuyeron a que los edificios continúen en pie: Hitler quiso que Praga fuese el museo de la raza extinguida. En el cementerio duerme, además del rabino creador del Golem, el judeoespañol Frantisek Skroup, compositor del himno nacional de la República Checa, “¿Dónde está mi patria?”, que hace referencia a la tierra desde la que los Reyes Católicos expulsaron a su pueblo.

 

La cerveza Pilsen es, con el permiso de los comunistas, de los judíos, de los turistas, la verdadera protagonista de Praga. La capital mundial de la cerveza ofrece, servida de medio en medio litro, la posibilidad de vislumbrar en pocas horas el alma de la ciudad, merced al suave balanceo del alcohol y la risa. Dicen que hasta Cristóbal Colón visitó Praga para probar su cerveza... Esa Praga que albergó también a personajes como el Doctor Fausto, Franz Kafka o el campesino del que se enamoró la princesa Libuse y se convirtió en rey fundador de la ciudad.

 

En 1968, año mítico para toda una generación, la Unión Soviética invadió Checoslovaquia. En 1968 se ahogó la Primavera de Praga. Hasta los más fieles comunistas condenaron el golpe brutal. Fidel Castro no. Cuba fue el único país de América y de los pocos del mundo, que por boca de su jefe de gobierno aprobó la invasión Rusa, en agosto de 1968. El Che Guevara había vivido secretamente en Praga sin, quizás, imaginar por un momento la atroz realidad que sobrevendría a esta urbe prodigiosa, en 1968.

 

Y llegamos a 2002. Un verano que deja ya para la Historia aquella lejana transición de 1990, tras la incruenta Revolución de Terciopelo. Incluso la separación de Eslovaquia se ve como un acontecimiento del pasado, sólo contestado por el superviviente partido comunista. Alemania controla la práctica totalidad de la prensa checa, y con ello la verdad continúa presa, como casi siempre. Durante la primera semana de agosto el Moldava se ve más crecido que de costumbre. Las empalizadas que protegían de los hielos al puente Carlos antes de la construcción de la presa están casi cubiertas por las aguas. Las gaviotas disputan con gritos ensordecedores el poco sitio que les queda. Contra todo pronóstico, el agua sigue subiendo.

 

Segunda semana de agosto: el casco antiguo de la ciudad amenaza con verse sumergido. Los bajos del Teatro Nacional se inundan. Cincuenta mil personas son evacuadas del centro de la ciudad. Centroeuropa se enfrenta al temporal más grave de los últimos cien años. El cauce del río supera en veinte veces su nivel habitual. Cientos de voluntarios levantan defensas en los terraplenes del barrio de Mala Strana, completamente desierto, que acaba por inundarse. La ONU achaca al cambio climático las lluvias torrenciales que azotan Europa. El equilibrio ecológico es un concepto para los libros de segunda mano. Nada importan ahora leyendas, óperas, catedrales, mausoleos, atrocidades.

 

Vaclac Havel vuelve de sus vacaciones en Portugal para dirigir el país en su estado de emergencia. Pero ahora las celdas de una nueva cárcel le encierran con el resto de la humanidad: el efecto invernadero, que ya no es el pronóstico de lo que sucederá. Los incumplimientos de los compromisos de no emisión de gases están pasando factura. El siglo XXI nos augura las muertes en masa más numerosas de la historia. Si las grandes teorías sociales han demostrado su fracaso estrepitoso al ser sustituidas por la ley de la selva, los presupuestos ecologistas nos aterrorizan en su actual dimensión de verdad incuestionable. La otra cara de la belleza, el horror encarnado en la furia desatada de la Naturaleza. Por una vez, el Tercer Mundo contemplará aliviado cómo el orgullo de sus verdugos perece ahogado bajo su propia insensatez. Nuestra queridísima Praga es el penoso ejemplo de lo que nunca debió ocurrir. De la angustia que atenaza, de ese sentimiento profundo de tragedia que vivimos los que pisamos sus calles cuando aún no pasaba nada, cuando todo había pasado pero no lo veíamos, ahora que lloramos en silencio las lágrimas desbordadas del Moldava.